2016/03/13

263622.- Don Tulio y las Cinco Águilas Blancas



Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas blancas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montañas.
¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena sólo dice que las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época muy remota.
Eran aquellos días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes de Ande empinado.
Era la hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; remedaba el canto de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina, y jugaba como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió son descanso tras las sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montañas andinas. Las pampas, lejanas e inmensas, se divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea, jaspeaba de gris y esmeralda, la escala que formaban los montes, iba por onda azul del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron, perpendicularmente sobre aquella altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras sobre la tierra.
Entonces Caribay pasó de un risco a otro por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lagrimas. Invoco a Zuhé, el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol se hundía ya en el Ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida luna; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las estrellas, y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna habia aparecido, y en torno de ella volaban las cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas. Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su corona con aquel plumaje raro y espléndido, y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso. La luna oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos, y las águilas blancas se despiertan.
Erizanse furiosas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida.
Las cinco águilas blancas de las tradición indígena son los cinco elevados riscos siempre cubiertos de nieve.
Las grandes y tempestuosas nevadas son el furioso despertar de las águilas; y el silbido del viento en esos días de páramo, es el remedo del canto triste y monótono de Caribay, y el mito hermoso de los Andes de Venezuela.
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263621.- Doña Dolores Calderón


Homenaje al Homenaje: 

   Mi Primo, Humberto Ruiz, se la pasa escribiendo sobre muchísimas cosas interesantes y cada vez que un nombre, sitio, ocurrencia, sueño, se atraviesa... los recuerdos de nuestra tierra y nuestra gente, afloran y revivimos la época y sus viajeros... Honrar, Honra... y me honro en publicar en este blog lo que puedo conseguir de sus escritos siempre llenos de amenidad y sapiencia. Este de hoy se refiere a nuestra Maestra de primera infancia, Doña Dolores Calderón y a su hija Ana Dolores quienes con el mayor cariño y RIGOR trataron de enseñarnos a leer "...como Dios manda...". Fuimos varios los alumnos de esa escuelita y es muy posible que por allí se tengan algunas anécdotas, a lo mejor alguien se anima y las saca a bailar antes que el "Alemán" las condene al ostracismo.

Gracias Humberto.


Homenaje a mi maestra, en el día internacional del libro

Humberto Ruiz [i] 
Foto H. Ruiz
Explicación: el pasado sábado 23 de abril se celebró el día internacional del libro. No sé quién ha dicho que los libros no sustituyen la realidad que vivimos, pero su lectura  nos ayuda a vivirla mejor. Y en ese sentido, para quienes la lectura y la escritura son una necesidad fisiológica y nos acompañan cada día a vivir ésta compleja realidad, que es la vida de cada quien, el día del libro nos  hace recordar las mejores páginas leídas y lo grato que ha sido escribir otras tantas. Por ello, queremos rendir homenaje  a la maestra  que nos enseñó a leer en el primer grado de la escuela primaria.  Escribir fue un proceso mucho mas lento, penoso y complejo que aún no hemos logrado alcanzar. A un ilustre maestro  universitario ya fallecido -Manuel Caballero-  siempre le oí  decir que él no era escritor, sino corrector.  En fin, vaya nuestro homenaje para Doña Dolores Calderón, maestra de primeras letras en Mérida (Venezuela) en la segunda mitad del siglo pasado. Si alguno de los lectores  tiene una foto de ella le agradeceríamos  que nos la hiciera llegar para completar el homenaje. Gracias de antemano.  

LA ESCUELA DE DOÑA DOLORES...   

A mediados de la década de 1950, la ciudad de Mérida estaba comprendida entre la Cruz Verde de Milla y la Plaza Glorias Patrias. En una casa pequeña, de escasos 15 metros de ancha –nunca supe cuántos tenía de profundidad- entre las calles 17 y 18 de la avenida Bolívar, funcionaba una escuela muy famosa entre los padres y "temida" por los niños. La institución era regentada por sus dos únicas maestras: doña Dolores Calderón y su hija Ana Dolores.

La imagen que guardo de doña Dolores es de una mujer mayor, muy delgada, de caminar pausado y bamboleante, aunque enérgico, con los pies lanzados al monte. Los años ya le habían hecho perder la rectitud física que debió tener en su juventud, pero no la ética. Usaba una falda negra y larga, con pequeñas figuras blancas, que le llegaba hasta los tobillos, por donde se podían ver unas medias que hacían pliegues, quizás por haber perdido las piernas el volumen que tuvieron en tiempos pretéritos. Remataban sus pies unas chinelas de tela negra. Para la época que la conocí las telas de sus vestidos las mandaba a comprar con alguna de las mamás de sus alumnos en donde Murzi o en la tienda de José Trujillo. Completaba su atuendo un suéter gris o beige de manga larga que ella se subía hasta la mitad del antebrazo, dejando ver unos miembros enjutos y unas venas gruesas y metálicas. Las manos se percibían fuertes y violentas, sobre todo cuando blandía la palmeta y exigía que le extendieran las suyas a quienes rompían la disciplina o incumplían las tareas. Siempre estaba sentada del lado izquierdo, para cuidar el orden de los más díscolos.

Ana Dolores permanecía del lado opuesto. Muchas veces, la luz que entraba por la puerta del salón nos impedía ver las facciones de su cara. Usaba un traje sastre, por término general de color gris, con falda no tan larga como la de su madre. Pero, al contrario que ella, recogía su cabellera en dos pequeños y coquetos moños a cada lado de su cabeza. Permanecía todo el tiempo con zapatos de discreto tacón. Se tomaba sus manos como queriendo controlar el ímpetu de su juventud y su vocación de normalista. Parecían pájaros queriéndose salir de una jaula. Tenía un pupitre que sólo ella usaba, con un cajón grande en cuyo interior guardaba, para curiosidad de nosotros, en perfecto orden, el papel, la tinta y la plumilla necesarias para llevar la administración de la institución, y hacer la boleta de fin de curso de cada quien en una letra bella que debió aprender según el método Palmer.

La casa de la maestra siempre estuvo pintada de verde, como queriendo decirle a los vecinos cuál era su preferencia política, por ese tiempo mayoritaria en la ciudad. En su fachada se veía una puerta ancha y fuerte con dos aldabas para sostener un inmenso candado, que sólo se ponía cuando doña Dolores y su hija salían a misa o a otros oficios religiosos, en las cercanas iglesias de la Tercera o la de los padres Redentoristas. Completaba el frente de la casa una ventana alta de madera con pretil y dos hojas superiores a cada lado mucho más pequeñas. Por una de las cuales se asomaba la dueña de casa para saber quién tocaba la puerta o quién pasaba por allí, a cualquier hora.

A los niños y niñas de la escuela sólo se les permitía permanecer en la sala que hacía las veces de salón de clase y cuando había recreo en el patio principal de la casa. En muy contadas ocasiones, cuando las necesidades fisiológicas de los varones eran urgentes, podíamos pasar hasta el baño, siempre que esta urgencia fuera "menor", pues si era "mayor" debíamos irnos a casa. Las niñas debían aguantar cualquier emergencia de su cuerpo

El piso de la casa era de baldosas de tierra y el patio de cemento verde oscuro y requemado. La única aula estaba dividida. A la derecha se sentaban los niños y a la izquierda las niñas, separados por un pequeño pasillo. Al final del salón había una puerta pequeña y alta que daba hacia una alacena cubierta por una cortina. En las contadas oportunidades que fue abierta, dejaba ver cuadernos, libros y un gran montón de periódicos, los cuales esparcían un inolvidable olor a tinta y humedad que aguijoneaban nuestra curiosidad.

El esfuerzo por aprenderme las vocales me trae el recuerdo de mi primer castigo. "A, e, i, o u, más sabe el burro que tú" era la expresión graciosa que había oído en casa, más de una vez. Por supuesto, repetirla en la escuela y frente a mi maestra se tradujo en grave falta que supuso pasar el resto del mañana arrodillado mirando una pared inmensa repleta de santos y de cuadros de personajes y paisajes que hoy rememoro como europeos, nunca locales. Entre los cuadros había uno que mostraba a un joven de pelo engominado y mirada inspirada, lleno su pecho de medallas: Rafael Caldera.

La falta de respeto de mis palabras se consideró seria. Pero, más bien el castigo fue leve. Otros niños debieron sufrir los rigores de la palmeta, permanecer horas arrodillados sobre granos de maíz y oír los regaños de doña Dolores por las faltas cometidas en la escuela o fuera de ella. No escapaba nada a su intolerante mirada de águila, más cercana al siglo XIX que al que estábamos viviendo.

Durante las fiestas religiosas,  de la Inmaculada Concepción, la paradura del niño y la Semana Santa, se hacían desfiles con carrozas y los diferentes colegios asistían a ellos. A nosotros, según la ocasión, nos colocaban un vestido de pastor o de cura, con sotana y bonete. Pese a esa insistencia, de todos los que estudiaron conmigo, sólo uno de los niños terminó tomando los hábitos religiosos.

Mirando a doña Dolores, a su hija y esa inmensa pared llena de imágenes y cuadros pasé todo un año, aprendiendo a leer. Como todos los niños que acudían a su escuela, yo efectivamente leí. Supongo que a muchos de mis condiscípulos la imagen de doña Dolores les debe traer no muy felices recuerdos. Nadie podrá negar que se aprendía y también que se sufría. El precepto pedagógico que inspiraba la escuela era que: "la letra con rigor entra".


[i] Publicado inicialmente con el título de "LA ESCUELA DE DOÑA DOLORES (RECUERDOS DE UNA INSTITUCIÓN SEVERA Y EFICIENTE") en El Vigilante, Mérida, 20 de abril de 1999, edición aniversaria, p. C-22. También aparece en Ruiz, H. (2008): Pensar y hacer universidad, sentido de una gestión. Mérida, Fondo Editorial El Cobijo, pp. 293-296.